Todos somos Negan: entre gorilas y mandriles

 


El debate sobre la eficacia política nunca se agota, menos aún en el ámbito de la gestión social o educativa. Observamos hoy un fenómeno paradójico, casi un oxímoron en acción: direcciones o liderazgos que enarbolan la bandera del progresismo, con un plan explícito de equidad y transformación, pero cuya práctica diaria se ancla en las estrategias más tóxicas del pragmatismo.

Estas reflexiones no apuntan a la ya desgastada esfera de la alta política, con sus escenarios predecibles y sus personajes conocidos. Se trata, en cambio, de un ejercicio de micropolítica: de pensar las prácticas cotidianas en esos espacios reducidos —la oficina, el aula, el taller— donde los actores perciben las luchas como el único y más relevante escenario de su existencia, jugándose al pleno por victorias que, aunque diminutas para el observador externo, son cruciales para el ser y el poder interno.

Este divorcio entre el discurso y el método no es un simple error, sino una traición conceptual.

El problema es la incomprensión de los clásicos. Las personas asumen el rol del Príncipe de Maquiavelo, pero solo toman la parte superficial y burda: la coerción, la manipulación, el miedo. Ignoran la advertencia más crucial: la crueldad debe ser rápida, única y estar justificada por la fundación o salvación; si se vuelve continua, genera odio, y el odio conduce a la ruina inevitable del gobernante. Es la falacia de usar la herramienta de emergencia como hábito cotidiano.

Pero la raíz es más profunda. El motor de esta disfunción no es Maquiavelo, sino la colonización silenciosa del positivismo.

Muchos pequeños lideres, se declaran progresistas, pero su adhesión acrítica a la métrica y la superficie revela que al fin de cuentas como aquella frase del universo de Walking Dead, "somos todos Negan". El resultado es la anulación de los fines: un proyecto de diálogo que se construye sobre la desconfianza. El líder que solo ve el poder como fin y el positivismo como método, está condenado a cosechar el fracaso por la incoherencia ontológica de sus métodos.

La coherencia moral es, en política como en la vida misma, la máxima forma de la eficacia pragmática. Sin ella, todo proyecto, por más noble que se declare, es solo una pirámide de arena a la espera de la próxima marea.

Dario Scarda

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