Hay algo profundo en esa simple acción: detenernos un instante para reconocer al otro sin pedir nada a cambio. En un mundo donde el ruido constante nos empuja a invadir espacios ajenos con demandas, opiniones o juicios, saludar sin más parece casi un acto de resistencia. Porque, ¿cuántas veces entramos en la vida de alguien sin permiso, con la excusa de “tener algo que decir”? Nos olvidamos de lo básico: la presencia, el reconocimiento, el encuentro humano sin pretensiones.
Saludar es abrir una puerta sin apuro, sin expectativas, sin la urgencia de llenar el silencio con palabras vacías o discursos calculados. Es una pausa que invita a respirar, a sentir la existencia del otro como algo valioso en sí mismo. En esa pausa, se puede comenzar a construir algo distinto, porque lo que viene después tiene más sentido cuando el inicio está en la humanidad compartida.
La inmediatez y la hiperconectividad nos llevaron a naturalizar la invasión constante, a creer que el tiempo de los demás es un terreno para plantar nuestras ideas, nuestras urgencias, nuestras ansiedades. Pero el simple acto de saludar, de presentarse sin pedir nada, es una forma de decir que el tiempo del otro importa, que su espacio no es una pista de aterrizaje para mensajes acelerados.
Quizás esta invitación a saludar sin excusas es también un llamado a recuperar el respeto y la escucha. A entender que en el fondo, lo que más deseamos es ser vistos y reconocidos como humanos, no como contenedores de información o destinatarios de demandas.
Que esta pausa, este saludo sin más, sea la chispa para construir redes donde la presencia sincera sea el cimiento. Porque solo desde ahí, juntos, podremos imaginar otro modo de habitar el mundo.
Pablo Mazzo