Cuando abrí Mubert, me atrapó de entrada la promesa de crear música generativa, algo fresco y en constante mutación. La idea de que una inteligencia artificial pueda traducir dos palabras —Minecraft, lluvia— en una experiencia sonora única me sembraba entusiasmo. Pero la sorpresa fue amarga: en lugar de un paisaje sonoro innovador, me topé con un trap repetitivo, un producto que parecía más una copia barata de lo que ya inunda las listas de éxitos.
Esa experiencia despertó una sospecha que ya rondaba en mi cabeza. La música que ofrece Mubert no emerge de una generación creativa auténtica, sino de un sistema que reproduce fórmulas probadas y consolidadas. La presencia del botón “me gusta” y el “no me gusta” no es inocente. En teoría, estos permiten que el sistema aprenda y se adapte, pero en la práctica funcionan como un filtro que reduce la diversidad, privilegiando estilos que las grandes corporaciones musicales ya promueven y consumen masivamente.
La lógica que subyace no es generativa, sino reproductiva y comercial. Este tipo de plataformas no contribuyen a ampliar el espectro creativo ni a desafiar las convenciones, sino que consolidan un mercado musical homogéneo, donde la innovación queda atrapada en la lógica del éxito seguro. En un contexto donde la universidad pública y la educación popular insisten en la importancia de la diversidad cultural y la producción crítica, esta dinámica resulta preocupante.
La música generativa debería ser una herramienta para abrir posibilidades, no para reforzar hegemonías. Por eso, es fundamental que como comunidad sigamos explorando, compartiendo y construyendo espacios donde la creatividad colectiva y la igualdad de acceso sean el motor de la innovación sonora. Solo así podremos resistir la homogenización y recuperar el verdadero espíritu de lo generativo.
Diego Barto